1984: aun cuando hay diferentes teorías sobre el origen de este título dado finalmente a la última novela de Orwell (se puede tratar de un homenaje a The Napoleon of Notting Hill, de G. K. Cheterton, quien sitúa la trama de su historia justamente en este año; o de una remembranza de la fecha clave que aparece en una de las novelas favoritas de Orwell, Iron Heel, de Jack London) mi explicación preferida proviene de la misma tarea de corrector de Orwell. ¡Cuántas veces habría escrito en el transcurso de aquel 1948, acosado por la soledad, la enfermedad, la fiebre y la cercanía de la muerte esta cifra, hasta equivocar los números y escribir el año de la distopía más famosa de la literatura! Se trata simplemente de invertir un par de cifras y alimentar la sombra de un futuro alucinatorio y revelador. Tan atractiva resultó esta cifra que el editor abandonó del todo el otro título sugerido por Orwell, “El Último Europeo” (The Last Man in Europe).

Pocas obras de la literatura moderna han incidido de una manera tan notoria en el lenguaje del mundo moderno como 1984 (no solo la novela sino las distintas adaptaciones cinematográficas). En el mundo entero resulta hoy familiar hablar por ejemplo del Gran Hermano (The Big Brother), mas no todo el mundo reconoce que la tarea original de la telepantalla y del rostro benigno del Gran Hermano que lo observa todo con el fin de evitar que los miembros de un reality show no cometan agresiones a las reglas del juego, a la convivencia y a la moral de las audiencias, era mucho menos apacible en la obra original. En la obra de Orwel, el Gran Hermano no solo observa sino que somete, castiga, tortura, doblega; es implacable.

La frase clave de la novela es Big Brother is watching you! y no hay pasillo, oficina, cuarto, calle, plaza en donde no haya carteles o telepantallas que vigilen e impongan un régimen de control omnisciente. Estamos acostumbrados a llamar orwelliano a cualquier régimen que se impone mediante la fuerza, que restringe la condición humana y que gobierna por encima de la verdad. Orwelliano es hoy un adjetivo universal para calificar toda forma de represión y totalitarismo, más aún para referirse a la sospecha de un futuro amenazante. De la misma manera, la Sala 101 (Room 101) ha pasado a ser un símbolo de lo mismo que propuso Orwell en su novela, aquel cuarto en el cual es posible encontrar aquello que nadie podría soportar: el límite del dolor, el límite de la agonía.
Orwell creó la expresión Policía del Pensamiento, para referirse a aquellos funcionarios del sistema encargados de vigilar que nadie piensa, diga o exprese opiniones contrarias a las del gobierno central. La Policía del Pensamiento está encarnada en los más jóvenes, se infiltra en todos los órdenes de la sociedad y está encargada de orientar las formas correctas o incorrectas de pensar.

En 1984 se condenan los “crímenes mentales”, se persiguen los transgresores, se sospecha incluso de los familiares y vecinos más cercanos, al punto que los padres son denunciados por sus propios hijos. Para el control de las mentes, se ha desarrollado la neolengua (Newspeak), una forma abreviada que denota una tendencia a la reducción de las palabras y a la generación de una jerga del poder. El mejor ejemplo de esta jerga es la existencia y aceptación de la expresión doblepensar, que consiste básicamente en aceptar que aunque hay un afirmación que contradice nuestra opinión, que niega la verdad evidente, es preciso hacer a un lado todo tipo de pudor o escrúpulo; para poder vivir en este régimen se acepta hipócritamente esta falsa verdad y se olvida la verdad, se aniquila: doblepensar es olvidar deliberadamente que lo que estamos oyendo a través de las telepantallas es mentira. No hay en ello mayores diferencias frente a algunas de las tesis a las que recurre el Imperio para ejercer el tipo de control sobre las multitudes.

Con padres de origen escocés, nacido en Birmania, educado en las huestes policiales del Imperio Británico, pero socialista convencido, abominó del sistema imperial y muy especialmente de la clases dominante inglesa que se solazaban en la opulencia a costillas de la miseria de sus súbditos. Orwell conoció al Imperio como agente y como víctima del mismo. Para Orwell, pseudónimo de Eric Arthur Blair, la literatura era un vía profética y política. Había llegado a Londres, a los barrios más pobres de Londres, y sabía qué significaba ser un paria. Como ensayista escribió, fruto de su estancia en París el opúsculo Cómo mueren los pobres, en donde ya dedicaba varias páginas a la descripción de la situación de los pobres, los desempleados, los vagabundos y los desplazados en estas sociedades cristianas, progresistas y liberales.

Las mejores novelas de Orwell (La Marca, Deja que la aspidistra vuele -Let the aspidistra flying-, The Road to Wigan Pier, Going Up for Air) no son sus más populares, pero explican de manera coherente la obra posterior de Orwell: recorren la ciudad de la miseria, la vida de los hombres comunes y corrientes y la trayectoria del escritor en procura de su obra. De su experiencia en España, como miembro de un grupo de milicianos, trajo varias certezas que luego quedarían registradas tanto en Rebelión en la Granja como en 1984: es posible siempre que los obreros terminen asesinando a los obreros, es posible que la verdad desaparezca por completo y que los medios acomoden los hechos a favor o en contra, sin pudor.

Muchos de sus contemporáneos vieron en Rebelión en la Granja y en 1984 retratos del régimen estalinista y augurios de la guerra fría: era fácil ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el ojo propio. Muy pocos vieron que el Imperio, como afirman Hardt y Negri no es norteamericano, mucho menos soviético. Muchos explicaron lo sombrío de esta historia, su desoladora historia y la derrota de Winston, la imagen del fracaso de toda resistencia como una consecuencia directa de la precaria salud de su autor: casi nadie vio el advenimiento de la enfermedad general de la sociedad.

Entre las circunstancias que rodearon el surgimiento de 1984, como lo menciona Orwell a su editor en The Observer, aparecen tanto el fracaso del comunismo y el anarquismo en Cataluña como la conferencia de Teherán, en donde Stalin, Churchill y Roosevelt complotan para organizar la paz del mundo. Como lo dejó consignado en algunos de sus artículos de estos años en The Observer un tema lo acosaba intensamente: la facilidad con la que los poderosos acomodaban el lenguaje para crear un tipo de moralidad.

Tras la muerte prematura de su esposa, Eileen, Orwell acepta viajar a la lejana isla de Jura, en la Hébridas, en donde piensa concentrarse en su nueva obra. La idea era dedicarse a su novela, abandonar el mundo agobiante del periodismo político que lo oprimía cada vez de manera más intensa. Necesitaba libertad y silencio para combatir sus demonios y lidiar con su precaria salud. Orwell luchaba contra el clima, luchaba contra una historia que redactó y corrigió innumerables veces: recordemos la primera línea de la novela: “Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece”. En realidad eran muy escasos los días luminosos y mucho más frecuentes los días fríos. En 1947 le fue diagnosticada una TB. Los signos de la TB circulan sin duda por la historia de 1984. La novela fue publicada en 1949; un año más tarde Orwell moriría abatido por una hemorragia en los pulmones.