viernes, 7 de octubre de 2016

El magnetismo de Maupassant

He tratado muchas veces de evitar a Maupassant, incluso he querido pasar alguna temporada sin ser víctima de esa atracción que me hace vulnerable. He querido escapar, como uno más de sus personajes de ese efecto pernicioso, ese Horla, que susurra en cada una de sus páginas. A veces creo que me he, por fin, liberado de ese efecto seductor que gravita en cada una de sus historias. Pero inevitablemente, después de largos merodeos vuelvo a caer víctima del endriago. 

A veces, es verdad, me he demorado disfrutando esa capacidad que, insisto, tiene el joven Maupassant para retratar a los pobres paisanos de su país, a los locos, a los obsesivos, a los que guardan el elixir de una vieja y poderosa historia. Entonces se me muestra como un joven terrible que lleva en su prosa un estilete implacable, capaz de penetrar en lo más rudo del alma humana, y que con una lucidez descarnada nos deja conocer qué mediocres, qué cómicos, qué lastimosos a veces somos los seres humanos. 

En otros momentos veo siempre surgir el enfant terrible que recorrió los laberintos del alma humana y que atisbó el pozo profundo de las pasiones humanas, el delirio, la obsesión, la locura. En esos momentos se me aparece, en la plenitud de su juventud abrasado ya por el delirio y la desesperación. 

Nadie como él aprendió a sobrevivir en medio del cientificismo delirante de su época, del pragmatismo burgués y de la novelería romántica; lúcido, sabio, burlón e incluso procaz supo desprenderse del sentimentalismo, de los pedantes científicos, de las élites artísticas: lo que sé de él lo sé ignorando adrede su biografía y acercándome más al mundo de hombres fue creando.

Rechazaba las extravagancias y las supersticiones, pero como Poe, fue el mejor cronista de la credulidad humana; miraba con recelo los artilugios literarios; creó una poesía diáfana que aborrece del formalismo. Aunque renunció a los versos, sus personajes son justamente líricos,  intensamente dramáticos.

Como todos los grandes, los pocos, grandes cuentistas que en el mundo han sido, su arte es límpido, insondable, interminable, irreductible. Vuelvo a Maupassant para encontrar el efecto magnético de sus historias. Al final de sus relatos, flota siempre una aire de suspenso, de nostalgia, un inquietante silencio. 

viernes, 3 de junio de 2016

Y con la arena se nos va la vida


El reloj de arena, incluido en El Hacedor, nos revela algunos de los temas centrales de la poesía de Jorge Luis Borges. Veamos primero, como siempre, el poema y luego hablaré de algunos de sus temas y símbolos. 




El reloj de arena
Está bien que se mida con la dura 
sombra que una columna en el estío 
arroja o con el agua de aquel río
en que Heráclito vio nuestra locura. 

El tiempo, ya que al tiempo y al destino 
se parecen los dos: la imponderable 
sombra diurna y el curso irrevocable 
del agua que prosigue su camino. 

Está bien, pero el tiempo en los desiertos 
otra sustancia halló, suave y pesada,
que parece haber sido imaginada
para medir el tiempo de los muertos. 



Surge así el alegórico instrumento 
de los grabados de los diccionarios, 
la pieza que los grises anticuarios
relegarán al mundo ceniciento 

del alfil desparejo, de la espada 
inerme, del borroso telescopio, 
del sándalo mordido por el opio, 
del polvo, del azar y de la nada. 

¿Quién no se ha demorado ante el severo
 y tétrico instrumento que acompaña
en la diestra del dios a la guadaña
y cuyas líneas repitió Durero? 

Por el ápice abierto el cono inverso 
deja caer la cautelosa arena,
oro gradual que se desprende y llena 
el cóncavo cristal de su universo. 

Hay un agrado en observar la arcana 
arena que resbala y que declina
y, a punto de caer, se arremolina
con una prisa que es del todo humana. 

La arena de los ciclos es la misma 
e infinita es la historia de la arena; 
así, bajo tus dichas o tu pena,
la invulnerable eternidad se abisma. 

No se detiene nunca la caída.
Yo me desangro, no el cristal. El rito 
de decantar la arena es infinito
y con la arena se nos va la vida. 

En los minutos de la arena creo
sentir el tiempo cósmico: la historia 
que encierra en sus espejos la memoria 
o que ha disuelto el mágico Leteo. 

El pilar de humo y el pilar de fuego, 
Cartago y Roma y su apretada guerra, 
Simón Mago, los siete pies de tierra 
que el rey sajón ofrece al rey noruego, 

todo lo arrastra y pierde este incansable 
hilo sutil de arena numerosa.
No he de salvarme yo, fortuita cosa
de tiempo, que es materia deleznable. 




Desde el mismo título entramos en un universo particular. No sé hasta qué punto hemos tenido en nuestra manos un reloj de arena, ese objeto que parece venir de otras épocas, de otros lugares del mundo, de otras culturas, tan distinto de nuestros prosaicos relojes de agujas o de números. Lo que sí es cierto es que lo hemos visto en cuadros y grabados y asociado siempre -simbólicamente- al tiempo, a la brevedad de la vida. 



Pienso en ese famoso reloj que aparece en el cuadro de Chardin dedicado al lector clásico. En primer plano sobre el escritorio, junto al libro y al cálamo, nos recuerda que no tenemos todo el tiempo, que no leeremos todos los libros, que el tiempo para vivir y para leer es siempre precario. O el reloj de arena que aparece en el grabado de la Templanza, pintado por Ambrogio Lorenzetti en el siglo XIV, que parece señalarle al gobernante que el tiempo en el poder es limitado; pienso en los relojes de arena, en las manos de la muerte, que le recuerdan a los caballeros o a los amantes medievales el final de sus andanzas. 





La “dura sombra” ¿puede una sombra ser “dura”? Sí, si la dura sombra -de los relojes de Sol- se refiere al paso inevitable del tiempo. En la antigüedad los relojes de sol -paredes, columnas, obeliscos- se usaban para medir el paso del tiempo y de las estaciones (por eso la alusión al estío, el sol de verano). “Nuestra locura” y el río de Heráclito. ¿Cuál es nuestra locura sino la de creer en la inmortalidad o creer, ingenuamente que tenemos todo el tiempo? La alusión a la cita favorita de Heráclito: 

ποταμοῖς τοῖς αὐτοῖς ἐμβαίνομεν  τε καὶ οὐκ ἐμβαίνομεν, εἶμεν τε καὶ οὐκ εἶμεν τε

Literalmente: “Al mismo río entramos y no entramos; pues somos y no somos” (que ha sido traducida como “nadie se baña dos veces en el mismo río"). La locura es creer que somos o seremos siempre los mismos. 

No se trata solo de referirse a tres formas de medir el tiempo sino de traer al verso una imagen del tiempo y del destino humano, a través de  “la imponderable sombra” y “el curso irrevocable del agua”, como dos símbolos de lo inevitable, de lo que no cambia en medio del cambio. 



Borges suma a la sombra (de los relojes de sol), al agua (de las clepsidras, esos relojes que usaban gotas de agua para medir el paso de las horas), la arena. Captura acertadamente esa imagen que tenemos sobre el tiempo de los muertos, y que remite a las civilizaciones que duermen en medio de las dunas. 


A falta de una Borges enumero cinco piezas alegórica, todas en común hacen parte del mundo de los anticuarios y todas remiten a la banalidad de los esfuerzos humanos: el alfil desparejo, que vuelve sobre el juego y el azar; la espada inerme: el fracaso; el borroso telescopio: el deterioro…; y el sándalo mordido por el opio: las riquezas perdidas, la ruina. 



En varios de sus grabados  (Melancolía, San Jerónimo, la Muerte y el Caballero) Durero representó junto a la guadaña, a la espada, a los libros y demás arcanos múltiples relojes de arena. El reloj de su arena que se degrada es al tiempo una metáfora del universo, de los esfuerzos humanos, del carácter cíclico del tiempo. La arena y el Leteo tienen el mismo poder, garantizar el olvido -el Leteo, ese río infernal que cruzaban las almas antes de descender al Hades.  


La penúltima estrofa resume la historia humana, la idea de que todo, incluso los más grandes imperios - Cartago y Roma,  van a ser pasto del olvido. Nada queda de las grandes gestas -el rey Noruego solo consiguió siete pies de tierra: es decir, una tumba; y Simón el Mago convirtió el cristianismo en un mercado de ilusiones y su prédica en una herejía. 


Lejos de referirse simplemente a este tétrico instrumento, el poema de Borges recuerda la condición humana sujeta al paso del tiempo, la de la vida humana sometida al remolino inexorable de la existencia. Borges encuentra un epíteto para el ser humano: 

                                    … yo, fortuita cosa 


      de tiempo, que es materia deleznable.

domingo, 22 de mayo de 2016

Los dones de Borges

Un poema de Borges (incluido en El hacedor) es una verdadera clave para acercarnos a los temas centrales de su poesía. Me refiero a Poema de los dones (1960). Lo cito a continuación y al final agrego unas notas. 


Poema de los dones 
Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía 
me dio a la vez los libros y la noche. 

De esta ciudad de libros hizo dueños
 a unos ojos sin luz, que sólo pueden 
leer en las bibliotecas de los sueños 
los insensatos párrafos que ceden 

las albas a su afán. En vano el día
les prodiga sus libros infinitos, 
arduos como los arduos manuscritos 
que perecieron en Alejandría. 

De hambre y de sed (narra una historia griega) 
muere un rey entre fuentes y jardines;
yo fatigo sin rumbo los confines
de esa alta y honda biblioteca ciega. 

Enciclopedias, atlas, el Oriente
y el Occidente, siglos, dinastías,
símbolos, cosmos y cosmogonías 
brindan los muros, pero inútilmente. 

Lento en mi sombra, la penumbra hueca 
exploro con el báculo indeciso,
yo, que me figuraba el Paraíso
bajo la especie de una biblioteca. 

Algo, que ciertamente no se nombra 
con la palabra azar, rige estas cosas; 
otro ya recibió en otras borrosas
tardes los muchos libros y la sombra. 

Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto, que habrá dado 
los mismos pasos en los mismos días. 

¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola sombra? 
¿Qué importa la palabra que me nombra 
si es indiviso y uno el anatema? 

Groussac o Borges, miro este querido mundo 
que se deforma y que se apaga 
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al olvido. 

No hay que ir muy lejos en la biografía de Borges para establecer a qué se refiere Borges en la primeras líneas. Hacia 1960, Borges había quedado completamente ciego. El poeta, sin duda, alude a esa ironía: ¿qué significa para un “lector” estar privado de la vista? Esta es la ironía, tener un mundo de libros a la mano y estar privado de la vista. Pero los dioses de Borges no lo abandonaron del toda, pues el poeta, cegado y privado de la lectura distinta, ahora citaba de memoria, de memoria, los versos de sus poemas favoritos y no solo citaba poemas sino fragmentos completos de las obras que había leído con pasión, muchos años atrás.



Sabemos igualmente que en esas últimas tres décadas Borges contó con el favor de sus “lectores” (entre ellos María Kodama y Alberto Manguel), que no solo leían sino que seguían las pistas del maestro para seguir husmeando en los textos… en esas décadas de oscuridad, Borges escribir alrededor de 10 libros, cientos de ensayos y prólogos. Le dio la noche es cierto, al quedar privado de la visión, y sin embargo lo privilegió con con esa facultad superior, la de leer en la “biblioteca de los sueños”. 

La referencias a los manuscritos de Alejandría evoca el incendio de la biblioteca fundada por Ptolomeo Psoter en el siglo XXX a. C, que privó a la humanidad de parte del saber de la antigüedad y que albergaba más de 900.000 papiros y que fue incendiada por las tropas romanas en el año 48 a. C. 



El poeta que deambula ciego por los pasillos de una biblioteca (Borges fue director de la Biblioteca de Buenos Aires), por un mundo lleno de libros que no puede leer. De allí la importancia de esa otra referencia al rey griego (Midas), al que Dionisio le otorgo el don (la maldición) de convertir en oro todo lo que tocaba, pero se moría de hambre por la misma razón. 



La quinta estrofa enumera nueve términos que lo nombran todo, que lo incluyen todo… cada una a su moda es una resumen de esa totalidad que Borges ha querido atrapar en sus historias (enciclopedias, atlas, el Oriente
y el Occidente, siglos, dinastías, símbolos, cosmos y cosmogonías) no son nueves elementos, sino, cada uno, nombres o formas del Universo y de la totalidad. 

Muchos imaginan el Paraíso como un jardín de fuentes y frutos perennes; para Borges -para los lectores- el Paraíso es una biblioteca. Pero el Paraíso está siempre más allá de nuestras posibilidades, por eso el poeta recorre con su “báculo indeciso”. 



¿Quién es ese otro al que alude Borges y que al igual que él recibió los libros y la ceguera? En sus libros Borges rindió homenaje a dos poetas ciegos, que vivieron no obstante entre libros: el primero el poeta inglés John Milton; el segundo, el poeta argentino Leopoldo Lugones. Pero al final del poema, Borges hace explícita la referencia a Paul Groussac, crítico y literato francés que hiciera carrera en Buenos Aires y que fuera igualmente director de la Bibliote y quien quedara ciego en sus últimos años. 

La referencia a Groussac le permite a Borges ratificar ese “horror sagrado”, la idea de no ser único, su tesis del otro y de que antes que nosotros alguien ha pensado, declarado, hecho las mismas cosas. Somos un yo plural y en literatura o en poesía, como dice su famosa cita de Bacon: “… that all novelty is but oblivium” (toda novedad es apenas una forma del olvido).

Una aclaración o tesis sobre la frase “es indiviso y uno el anatema”. Anatema, volviendo a la tradición griega y bíblica se refiere a lo que está apartado, a lo oscuro en el hombre, o a lo que está oculto. Somos en suma uno y muchos al mismo tiempo, plurales e indivisos. Lanzar un anatema es lanzar una sentencia de condena, una orden de excomunión o de sanción. Nuestro nombre es el anatema, lo que nos distingue, nos separa de los otros; pero, como afirma Borges… en últimas qué importa el nombre, si somos al fin y al cabo una sola sombra, ceniza vaga o, mejor, puro sueño, puro olvido, como dice el poema. 

Borges escribió otro poema de los dones, nueve años más tarde (?) en el libro El otro, el mismo. Porque estoy seguro que son más los dones y había tantos que era necesario mencionarlos. Cito el poema y solo les propongo en sus comentarios que elijan cuáles de las referencias de Borges de este segundo poema les llaman la atención en particular. 

Otro poema de los dones 

Gracias quiero dar al divino
Laberinto de los efectos y de las causas
Por la diversidad de las criaturas
Que forman este singular universo,
Por la razón, que no cesará de soñar
un plano del laberinto,
Por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises,
Por el amor, que nos deja ver a los otros
Como los ve la divinidad,
Por el firme diamante y el agua suelta,
Por el álgebra, palacio de precisos cristales,
Por las místicas monedas de Ángel Silesio,
Por Schopenhauer,
Que acaso descifró el universo,
Por el fulgor del fuego
Que ningún ser humano puede mirar sin un asombro antiguo, 
Por la caoba, el cedro y el sándalo,
Por el pan y la sal,
Por el misterio de la rosa
Que prodiga color y que no lo ve,
Por ciertas vísperas y días de 1955,
Por los duros troperos que en la llanura
Arrean los animales y el alba,
Por la mañana en Montevideo,
Por el arte de la amistad,
Por el último día de Sócrates,
Por las palabras que en un crepúsculo se dijeron
De una cruz a otra cruz,
Por aquel sueño del Islam que abarco
Mil noches y una noche,
Por aquel otro sueño del infierno,
De la torre del fuego que purifica
Y de las esferas gloriosas,
Por Swedenborg,
Que conversaba con los ángeles en las calles de Londres, 
Por los ríos secretos e inmemoriales
Que convergen en mí,
Por el idioma que, hace siglos, hablé en Nortumbria,
Por la espada y el arpa de los sajones,
Por el mar, que es un desierto resplandeciente
Y una cifra de cosas que no sabemos
Y un epitafio de los vikings,
Por la música verbal de Inglaterra, 
Por la música verbal de Alemania,
Por el oro, que relumbra en los versos,
Por el épico invierno,
Por el nombre de un libro que no he leído:
Gesta Dei per Francos,
Por Verlaine, inocente como los pájaros,
Por el prisma de cristal y la pesa de bronce,
Por las rayas del tigre,
Por las altas torres de San Francisco y de la isla de Manhattan, 
Por la mañana en Texas,
Por aquel sevillano que redactó la Epístola Moral
Y cuyo nombre, como él hubiera preferido, ignoramos,
Por Séneca y Lucano, de Córdoba,
Que antes del español escribieron
Toda la literatura española,
Por el geométrico y bizarro ajedrez,
Por la tortuga de Zenón y el mapa de Royce,
Por el olor medicinal de los eucaliptos,
Por el lenguaje, que puede simular la sabiduría,
Por el olvido, que anula o modifica el pasado,
Por la costumbre,
Que nos repite y nos confirma como un espejo,
Por la mañana, que nos depara la ilusión de un principio,
Por la noche, su tiniebla y su astronomía.
Por el valor y la felicidad de los otros,
Por la patria, sentida en los jazmines
O en una vieja espada,
Por Whitman y Francisco de Asís, que ya escribieron el poema, 
Por el hecho de que el poema es inagotable
Y se confunde con la suma de las criaturas
Y no llegará jamás al último verso
Y varía según los hombres,
Por Frances Haslam, que pidió perdón a sus hijos
Por morir tan despacio,
Por los minutos que preceden al sueño,
Por el sueño y la muerte,
Esos dos tesoros ocultos,
Por los íntimos dones que no enumero,
Por la música, misteriosa forma del tiempo.  





domingo, 27 de marzo de 2016

Sueño de París: embriaguez, delirio o agonía

Sueño de París o Sueño parisiense es uno de los poemas más significativos de los incluidos en la segunda parte de Las Flores del Mal, titulada Cuadros de París. En el sueño el poeta presencia un paisaje terrible y admirable, pleno de magia, y en donde no aparece ningún elemento vegetal.  Solo aparecen en él tres elementos: el metal, el agua y el mármol.



El mundo descrito por el poeta es su sueño no corresponde a ningún espacio del mundo real, sino al mundo de las obras de arte: el oro de las imágenes, el mármol de los palacios encantados, el agua, los lagos y los mares de las leyendas fantásticas, y que los románticos habían asociaban con los viajes en barcos embriagados de locura; en el sueño abundan los océanos distantes, las piedras mágicas de Oriente, la estatuaria que reproducía en medio de fuentes y cascadas artificiales la mitología antigua y la belleza olvidada.




Se trata de un mundo creado por el sueño, por la fuerza de la voluntad, que no brilla por la existencia de astros, sino que destella por su propia naturaleza en donde la luz deriva de la extraña lucidez perniciosa que producen las obras de arte.




Todo es de una belleza dolorosa. En medio del sueño, se habla de la monotonía embriagante, de murallas metálicas, de estanques dormidos en donde se miran náyades gigantes, de un universo que se extiende por miles de leguas, del hielo absorto, de Ganges taciturnos. Todo apunta a lo bello, a lo grandioso y al mismo tiempo al abatimiento; pese a lo luminoso, el poeta recorre estos mundos silenciosos que se despliegan impávidos ante su mirada. 




¿Qué ve el poeta al terminar el sueño? ¿Qué observa al despertar? El poeta habla del horror de su cuarto, de la inquietud que lo aguijona y del péndulo (de un reloj) que le recuerda que es pleno mediodía. Y sin embargo, el mundo, el real, no el del sueño, sigue sumido en la oscuridad. 



En los cuatro poemas que Baudelaire titula Spleen, en la primera parte de la obra, Baudelaire ofrece cuatro retratos de ese mundo de pesadumbre en donde languidece el alma del poeta. Pero, ¿acaso el mundo del arte ofrece al poeta una salida? ¿Qué revela un poema como este sobre la condición del poeta? ¿Qué otros poemas de Baudelaire ahondan en este mismo sentido? ¿De qué crisis y agonías habla el poeta?