“Él habla italiano, habla francés, pero el italiano y el francés no le salvarán allí donde se encuentra, en lo más tenebroso de África. Está desesperado como una solterona, como un personaje de dibujos animados, como un misionero con su sotana y su salacot a la espera, las manos entrelazadas y los ojos clavados en el cielo, mientras los salvajes parlotean en su lenguaje incomprensible y se preparan para meterlo de cabeza en un caldero de agua hirviendo. La obra de las misiones: ¿qué ha dejado en herencia tan inmensa empresa destinada a elevar las almas? Nada, o nada que él alcance a ver.”
Este fragmento de Desgracia (1999), de J. M. Coetzee, da cuenta de una de las escenas más violentas de toda la novela, el momento en que los violadores de Lucy deciden quemar vivo a David Lurie, profesor de poesía, retirado -ahora más que nunca- de toda propuesta de comunicación con los hombres. No solo su formación, su erudición, su cultura no servirán de nada sino que desde el principio queda claro que sus mismos esfuerzos por comunicar una idea del arte, de la belleza y de la poesía se chocan contra la brutalidad y la mojigatería. En medio del mundo moderno -tan chato, tan oportunista, tan presto para la sanción- David está absolutamente solo.
Son frecuentes las imágenes que ofrece Coetzee sobre esta condición del hombre rodeado por un entorno tenebroso, amenazado por la barbarie, por la ignorancia, por la violencia, por la intolerancia. ¿Existe acaso la posibilidad de escapar? ¿Tiene Lurie la posibilidad de refugiarse en sus clases, en su oficina, en sus amoríos fracasados, en la vida conyugal, en el idilio campesino, en su rol de padre y protector? Lurie muestra un deliberado desprecio hacia todos estos lugares comunes, hacia todas estas salidas fáciles.
El profesor Lurie ha abandonado para la siempre no solo la confianza en la moral pedagógica y en la idea de aleccionar o adoctrinar a los otros, la idea de cambiar el mundo o de modificar las costumbres como lo soñaron los misioneros. Preferible, tal como van las cosas, dedicarse a acompañar los animales condenados a muerte, dedicarse a labrar la tierra seca o escribir una ópera que nunca será interpretada, que pretender cambiar a los hombres.
Unos versos de Byron (Lara, canto XVIII) dan una pista clara sobre el signo que cobija este relato:
Y fue un forastero en este mundo palpitante,
un espíritu errante, arrojado de algún otro;
fue un bulto de oscuras imaginaciones, que porque quiso
dieron forma a los peligros que él evito por azar.
Se podría pensar que en la novela el título apunta a la historia de un hombre desacreditado profesionalmente, despojado de su rol de maestro; o de un amante agobiado y sediento que apenas encuentra reposo; también en una historia en donde los golpes más duros derivan de la impotencia. Los versos nos muestran otra posibilidad de acercarnos a David Lurie, el sirviente de Eros. ¿No es David Lurie el espíritu errante del que habla el poema? Entonces, “desgracia”, en el sentido religioso se dice de aquel que ha sido despojado de la “gracia”.
No se trata solo de una contienda social y política, de recientes rencillas que han dejado marcada a una sociedad (la de unos blancos que por generaciones excluyeron a una comunidad y la redujeron a la condición de seres marginales), sino de hacerse un extraño, un hombre errante, desapegado de todo, incluso del perro -su único amigo- que al final entrega al fuego. No hay retorno posible en este historia: ensueño docente, amoríos pasajeros y aventuras sensuales, vida conyugal, idilio pastoral, creación artística, reconciliación social, perdón y olvido: todo apunta al fracaso, al desencanto. Lucy, sacada de su elección sexual, devuelta a la fuerza al rol de mujer y de madre- lleva ahora en sus entrañas -y decide darle vida- a un hijo fruto de la violación y de la furia: he aquí un signo más de la adversidad, de la desgracia.





