He tratado muchas veces de evitar a Maupassant, incluso he querido pasar alguna temporada sin ser víctima de esa atracción que me hace vulnerable. He querido escapar, como uno más de sus personajes de ese efecto pernicioso, ese Horla, que susurra en cada una de sus páginas. A veces creo que me he, por fin, liberado de ese efecto seductor que gravita en cada una de sus historias. Pero inevitablemente, después de largos merodeos vuelvo a caer víctima del endriago.
A veces, es verdad, me he demorado disfrutando esa capacidad que, insisto, tiene el joven Maupassant para retratar a los pobres paisanos de su país, a los locos, a los obsesivos, a los que guardan el elixir de una vieja y poderosa historia. Entonces se me muestra como un joven terrible que lleva en su prosa un estilete implacable, capaz de penetrar en lo más rudo del alma humana, y que con una lucidez descarnada nos deja conocer qué mediocres, qué cómicos, qué lastimosos a veces somos los seres humanos.
En otros momentos veo siempre surgir el enfant terrible que recorrió los laberintos del alma humana y que atisbó el pozo profundo de las pasiones humanas, el delirio, la obsesión, la locura. En esos momentos se me aparece, en la plenitud de su juventud abrasado ya por el delirio y la desesperación.
Nadie como él aprendió a sobrevivir en medio del cientificismo delirante de su época, del pragmatismo burgués y de la novelería romántica; lúcido, sabio, burlón e incluso procaz supo desprenderse del sentimentalismo, de los pedantes científicos, de las élites artísticas: lo que sé de él lo sé ignorando adrede su biografía y acercándome más al mundo de hombres fue creando.
Rechazaba las extravagancias y las supersticiones, pero como Poe, fue el mejor cronista de la credulidad humana; miraba con recelo los artilugios literarios; creó una poesía diáfana que aborrece del formalismo. Aunque renunció a los versos, sus personajes son justamente líricos, intensamente dramáticos.
Como todos los grandes, los pocos, grandes cuentistas que en el mundo han sido, su arte es límpido, insondable, interminable, irreductible. Vuelvo a Maupassant para encontrar el efecto magnético de sus historias. Al final de sus relatos, flota siempre una aire de suspenso, de nostalgia, un inquietante silencio.