sábado, 22 de septiembre de 2018

Y ¿por qué famosa La Famosa Comedia?


Publicada en 1614, La famosa comedia del Nuevo Mundo descubierto por Colón fue probablemente escrita hacia 1598 y muy probablemente representada entre 1600-1604. Me atrevo a pensar que el apodo de “famosa comedia” nos revela la recepción que tenía la obra ante el público de los corrales españoles, en los primeros años del siglo XVII. 

Retrato de Lope de Vega


Y es que esta comedia aborda un tema que despertaba un enorme interés del público español en esos años. Después de la Derrota de la Armada Invencible (1588), cuando las portentosa armada de España fue derrotada en La Mancha, más por los vientos que por los ágiles barcos ingleses, era necesario recuperar la imagen maltratada del Imperio. En otras palabras se trataba de evocar los tiempos gloriosos de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla, y el año de 1492 cuando se logró, primero, la conquista de Granada y, segundo, el viaje de Colón y el descubrimiento del Nuevo Mundo. 


Panorámica de La Alhambra, en Granada.


Solo cien años atrás -a comienzos del siglo XVI- España era sin discusión un imperio poderoso, y de tal extensión que era fácil declarar que se trataba del “Imperio donde nunca se ocultaba el sol”. Pero en solo cien años, el poderío del mar y el poder político se concentraba más en países como Holanda, Francia, Inglaterra. España se enfrentaba, sola, a la totalidad de la Europa protestante. La idea de unificar el Sacro Imperio Romano había fracasado y la idea de consolidar el poder de España, Roma, Norte de Africa y América se veía cada vez lejana. 


Retrato de Colón

Lope vuelve sobre esos dos elementos históricos claves para “levantar el ánimo”, con una intencionalidad claramente política, claramente propagandística: recordar a los españoles los dos más grandes acontecimientos de la España Imperial. La obra empieza, así, mostrando la “miopía” de los reyes de Portugal, Inglaterra, Francia y de muchos barones de Castilla, en contraste con la amplitud de miras de los reyes católicos. En este encomio aparece Colón como otro Alejandro, otro César, otro Moisés; los reyes, desde luego, como sabios, de mentalidad abierta y ponderada. 

La obra no solo exaltaba el espíritu nacionalista español, sino que satisfacía el interés que mostraba todo el público por las noticias de ese Nuevo Mundo. De ahí que Lope diera un papel  preponderante a los personajes americanos, en una dimensión un tanto fabulosa. De allí la importancia de mostrar la flora, la fauna, la geografía -un tanto fantástica- de este Nuevo Mundo. Para mediados del siglo XVI la mayor parte de la población de España se volcaba sobre las ciudades del sur de la península para lograr enrolarse en un nave hacia América.


Las tres carabelas - las casas flotantes de las que habla la Comedia

Si El Gran Capitán es el conquistador español que entrega a España el último bastión árabe, en la obra resulta mucho menos importante que Colón, que entrega a los reyes españoles un mundo nuevo y un océano completo. El Rey Chico no podía ser tampoco coprotagonista, aun cuando resulta clara la oposición entre la diligencia de Colón y la negligencia del último rey árabe de Granada. 

Lope de Vega se enfrenta a una situación muy compleja: no podía convertir a Colón en un personaje trágico, y dar a su drama un personaje antitético, complejo, conflictivo: era necesario sin duda terminar la historia mostrando el valor de la empresa, destacando la grandeza de su héroe (de ninguna manera su caída) y el valor de la empresa contra la idolatría y de paso contra la Reforma. El resultado es que la obra termina asumiendo una apariencia de crónica histórica. 


Ilustración apócrifa y tardía que muestra la llegada de Colón a Guaahaní

En el acto primero, Colón vive en una escena fantástica todo el reto de enfrentar la idolatría o de no atender el llamado de la Imaginación y la Providencia. Sin embargo, este tono dramático no pasa a la parte final de la obra, salvo cuando el Demonio, al estilo de los autos de fe, revisa su apuesta con la Providencia y la Imaginación. Lope, quizá por sutileza, perdió la oportunidad de que su personaje evaluará la complejidad de su tarea. 

Lope ya era consciente -hacia los años de la escritura de su obra- de muchos aspectos relacionados con las atrocidades cometidas por los españoles en América. Era harto conocida La Brevísima destrucción de las Indias, las Cartas de Relación que escribiera Fray Bartolomé de las Casas, y la polémica que suscitó la publicación de esta obra. La empresa del Nuevo Mundo se había degradado a una empresa de saqueo, expoliación y abuso. Lope deja, en voz de algunos personajes marginales, el balance sobre el cambio de una fe por otra; en algunos momentos denuncia la codicia como eje de la conquista; finalmente, resuelve un tanto por la vía de la comedia la lujuria que despertó en los españoles la visión del cuerpo semidesnudo de las indígenas americanas. 

Ilustración agregadas en Alemania a la obra de De las Casas.


Muchas obras literarias de los siglos XVI y XVII llevan el calificativo de "famosas" o "ingeniosas". Ahora bien, creo que el epíteto de “famosa” (sin ninguna sorna) bien puede explicarse por la riqueza y vivacidad de las escenas; por la variedad muy barroca y versátil de tiempo y espacio entre escena y escena; por los cambios entre las escenas de corte a las escenas fantásticas y alegóricas; por la inclusión de las escenas en el mar y la fastuosa recreación de la nobleza americana, que aseguraban tanto un efecto dramático y un espectáculo para un público ansioso de exotismo y de novedad. 


Consultar la Famosa Comedia (ver versión anotada)

miércoles, 23 de mayo de 2018

El tren de los hombres solitarios

Una de las características centrales de los relatos de fin de siglo y de las narrativas actuales en el marco de las grandes urbes es la soledad. Se trata de las historias de hombres cada vez más solitarios, que emprenden viajes ilusorios con personajes amados que han desaparecido de sus vidas. 

En Soledad al final del coche cama, el relato de Óscar Collazos, la soledad es la del hombre que ha perdido a su esposa, y que ahora se desplaza en la noche por la vasta llanura del tren nocturno de Madrid a Barcelona. Es al mismo tiempo la soledad del hombre que vive simultáneamente su propia elucubración y las vicisitudes de la ficción literaria (Hernández lee novelas de Patricia Highsmith).

La otra forma de la soledad es la vejez. De estos hombres solitarios no podemos saber nada, salvo que han pasado por duras pruebas. Mas el detalle más valioso es el de la solidaridad, esa gota de generosidad que aflora entre hombres desconocidos, el sutil gesto de complicidad y silencio, necesario cuando el protagonista vuelve a la realidad. 

En El hombre, de Germán Espinosa, hay otra forma de soledad. Espinosa, así como en muchos de sus textos, pintó grandes cuadros históricos y en otros se dedicó a las ficciones policiacas inspiradas en la poesía provenzal, en este relato vuelve sobre otra de sus aficiones: la historia de Drácula. En uno de sus libros, Romanza para murciélagos, explora variantes románticas y de suspenso sobre amantes trágicos y sombras vampirescos.

El hombre, ¿quién es el hombre? ¿Quién es ese insólito habitante que se sigue alimentando de forma tan extraña pero que habita en un inquilinato, por barrios conocidos y populares? ¿Qué pasa en este mundo de acá en donde ya no hay castillos, ni fortalezas, ni la posibilidad de refugiarse en féretros escondidos en un subterráneo?

Las narrativas de fin de siglo exponen una ciudad que ha forzado sus límites, las historias se vuelven cosmopolitas, se fragmentan. La ventana que otean los personajes de Londoño, en Nevermore alone, dan hacia una ciudad que puede ser Bogotá, que puede ser Nueva York: ¡en ambos mundos impera el flexiplas!

viernes, 7 de octubre de 2016

El magnetismo de Maupassant

He tratado muchas veces de evitar a Maupassant, incluso he querido pasar alguna temporada sin ser víctima de esa atracción que me hace vulnerable. He querido escapar, como uno más de sus personajes de ese efecto pernicioso, ese Horla, que susurra en cada una de sus páginas. A veces creo que me he, por fin, liberado de ese efecto seductor que gravita en cada una de sus historias. Pero inevitablemente, después de largos merodeos vuelvo a caer víctima del endriago. 

A veces, es verdad, me he demorado disfrutando esa capacidad que, insisto, tiene el joven Maupassant para retratar a los pobres paisanos de su país, a los locos, a los obsesivos, a los que guardan el elixir de una vieja y poderosa historia. Entonces se me muestra como un joven terrible que lleva en su prosa un estilete implacable, capaz de penetrar en lo más rudo del alma humana, y que con una lucidez descarnada nos deja conocer qué mediocres, qué cómicos, qué lastimosos a veces somos los seres humanos. 

En otros momentos veo siempre surgir el enfant terrible que recorrió los laberintos del alma humana y que atisbó el pozo profundo de las pasiones humanas, el delirio, la obsesión, la locura. En esos momentos se me aparece, en la plenitud de su juventud abrasado ya por el delirio y la desesperación. 

Nadie como él aprendió a sobrevivir en medio del cientificismo delirante de su época, del pragmatismo burgués y de la novelería romántica; lúcido, sabio, burlón e incluso procaz supo desprenderse del sentimentalismo, de los pedantes científicos, de las élites artísticas: lo que sé de él lo sé ignorando adrede su biografía y acercándome más al mundo de hombres fue creando.

Rechazaba las extravagancias y las supersticiones, pero como Poe, fue el mejor cronista de la credulidad humana; miraba con recelo los artilugios literarios; creó una poesía diáfana que aborrece del formalismo. Aunque renunció a los versos, sus personajes son justamente líricos,  intensamente dramáticos.

Como todos los grandes, los pocos, grandes cuentistas que en el mundo han sido, su arte es límpido, insondable, interminable, irreductible. Vuelvo a Maupassant para encontrar el efecto magnético de sus historias. Al final de sus relatos, flota siempre una aire de suspenso, de nostalgia, un inquietante silencio. 

viernes, 3 de junio de 2016

Y con la arena se nos va la vida


El reloj de arena, incluido en El Hacedor, nos revela algunos de los temas centrales de la poesía de Jorge Luis Borges. Veamos primero, como siempre, el poema y luego hablaré de algunos de sus temas y símbolos. 




El reloj de arena
Está bien que se mida con la dura 
sombra que una columna en el estío 
arroja o con el agua de aquel río
en que Heráclito vio nuestra locura. 

El tiempo, ya que al tiempo y al destino 
se parecen los dos: la imponderable 
sombra diurna y el curso irrevocable 
del agua que prosigue su camino. 

Está bien, pero el tiempo en los desiertos 
otra sustancia halló, suave y pesada,
que parece haber sido imaginada
para medir el tiempo de los muertos. 



Surge así el alegórico instrumento 
de los grabados de los diccionarios, 
la pieza que los grises anticuarios
relegarán al mundo ceniciento 

del alfil desparejo, de la espada 
inerme, del borroso telescopio, 
del sándalo mordido por el opio, 
del polvo, del azar y de la nada. 

¿Quién no se ha demorado ante el severo
 y tétrico instrumento que acompaña
en la diestra del dios a la guadaña
y cuyas líneas repitió Durero? 

Por el ápice abierto el cono inverso 
deja caer la cautelosa arena,
oro gradual que se desprende y llena 
el cóncavo cristal de su universo. 

Hay un agrado en observar la arcana 
arena que resbala y que declina
y, a punto de caer, se arremolina
con una prisa que es del todo humana. 

La arena de los ciclos es la misma 
e infinita es la historia de la arena; 
así, bajo tus dichas o tu pena,
la invulnerable eternidad se abisma. 

No se detiene nunca la caída.
Yo me desangro, no el cristal. El rito 
de decantar la arena es infinito
y con la arena se nos va la vida. 

En los minutos de la arena creo
sentir el tiempo cósmico: la historia 
que encierra en sus espejos la memoria 
o que ha disuelto el mágico Leteo. 

El pilar de humo y el pilar de fuego, 
Cartago y Roma y su apretada guerra, 
Simón Mago, los siete pies de tierra 
que el rey sajón ofrece al rey noruego, 

todo lo arrastra y pierde este incansable 
hilo sutil de arena numerosa.
No he de salvarme yo, fortuita cosa
de tiempo, que es materia deleznable. 




Desde el mismo título entramos en un universo particular. No sé hasta qué punto hemos tenido en nuestra manos un reloj de arena, ese objeto que parece venir de otras épocas, de otros lugares del mundo, de otras culturas, tan distinto de nuestros prosaicos relojes de agujas o de números. Lo que sí es cierto es que lo hemos visto en cuadros y grabados y asociado siempre -simbólicamente- al tiempo, a la brevedad de la vida. 



Pienso en ese famoso reloj que aparece en el cuadro de Chardin dedicado al lector clásico. En primer plano sobre el escritorio, junto al libro y al cálamo, nos recuerda que no tenemos todo el tiempo, que no leeremos todos los libros, que el tiempo para vivir y para leer es siempre precario. O el reloj de arena que aparece en el grabado de la Templanza, pintado por Ambrogio Lorenzetti en el siglo XIV, que parece señalarle al gobernante que el tiempo en el poder es limitado; pienso en los relojes de arena, en las manos de la muerte, que le recuerdan a los caballeros o a los amantes medievales el final de sus andanzas. 





La “dura sombra” ¿puede una sombra ser “dura”? Sí, si la dura sombra -de los relojes de Sol- se refiere al paso inevitable del tiempo. En la antigüedad los relojes de sol -paredes, columnas, obeliscos- se usaban para medir el paso del tiempo y de las estaciones (por eso la alusión al estío, el sol de verano). “Nuestra locura” y el río de Heráclito. ¿Cuál es nuestra locura sino la de creer en la inmortalidad o creer, ingenuamente que tenemos todo el tiempo? La alusión a la cita favorita de Heráclito: 

ποταμοῖς τοῖς αὐτοῖς ἐμβαίνομεν  τε καὶ οὐκ ἐμβαίνομεν, εἶμεν τε καὶ οὐκ εἶμεν τε

Literalmente: “Al mismo río entramos y no entramos; pues somos y no somos” (que ha sido traducida como “nadie se baña dos veces en el mismo río"). La locura es creer que somos o seremos siempre los mismos. 

No se trata solo de referirse a tres formas de medir el tiempo sino de traer al verso una imagen del tiempo y del destino humano, a través de  “la imponderable sombra” y “el curso irrevocable del agua”, como dos símbolos de lo inevitable, de lo que no cambia en medio del cambio. 



Borges suma a la sombra (de los relojes de sol), al agua (de las clepsidras, esos relojes que usaban gotas de agua para medir el paso de las horas), la arena. Captura acertadamente esa imagen que tenemos sobre el tiempo de los muertos, y que remite a las civilizaciones que duermen en medio de las dunas. 


A falta de una Borges enumero cinco piezas alegórica, todas en común hacen parte del mundo de los anticuarios y todas remiten a la banalidad de los esfuerzos humanos: el alfil desparejo, que vuelve sobre el juego y el azar; la espada inerme: el fracaso; el borroso telescopio: el deterioro…; y el sándalo mordido por el opio: las riquezas perdidas, la ruina. 



En varios de sus grabados  (Melancolía, San Jerónimo, la Muerte y el Caballero) Durero representó junto a la guadaña, a la espada, a los libros y demás arcanos múltiples relojes de arena. El reloj de su arena que se degrada es al tiempo una metáfora del universo, de los esfuerzos humanos, del carácter cíclico del tiempo. La arena y el Leteo tienen el mismo poder, garantizar el olvido -el Leteo, ese río infernal que cruzaban las almas antes de descender al Hades.  


La penúltima estrofa resume la historia humana, la idea de que todo, incluso los más grandes imperios - Cartago y Roma,  van a ser pasto del olvido. Nada queda de las grandes gestas -el rey Noruego solo consiguió siete pies de tierra: es decir, una tumba; y Simón el Mago convirtió el cristianismo en un mercado de ilusiones y su prédica en una herejía. 


Lejos de referirse simplemente a este tétrico instrumento, el poema de Borges recuerda la condición humana sujeta al paso del tiempo, la de la vida humana sometida al remolino inexorable de la existencia. Borges encuentra un epíteto para el ser humano: 

                                    … yo, fortuita cosa 


      de tiempo, que es materia deleznable.

domingo, 22 de mayo de 2016

Los dones de Borges

Un poema de Borges (incluido en El hacedor) es una verdadera clave para acercarnos a los temas centrales de su poesía. Me refiero a Poema de los dones (1960). Lo cito a continuación y al final agrego unas notas. 


Poema de los dones 
Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía 
me dio a la vez los libros y la noche. 

De esta ciudad de libros hizo dueños
 a unos ojos sin luz, que sólo pueden 
leer en las bibliotecas de los sueños 
los insensatos párrafos que ceden 

las albas a su afán. En vano el día
les prodiga sus libros infinitos, 
arduos como los arduos manuscritos 
que perecieron en Alejandría. 

De hambre y de sed (narra una historia griega) 
muere un rey entre fuentes y jardines;
yo fatigo sin rumbo los confines
de esa alta y honda biblioteca ciega. 

Enciclopedias, atlas, el Oriente
y el Occidente, siglos, dinastías,
símbolos, cosmos y cosmogonías 
brindan los muros, pero inútilmente. 

Lento en mi sombra, la penumbra hueca 
exploro con el báculo indeciso,
yo, que me figuraba el Paraíso
bajo la especie de una biblioteca. 

Algo, que ciertamente no se nombra 
con la palabra azar, rige estas cosas; 
otro ya recibió en otras borrosas
tardes los muchos libros y la sombra. 

Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto, que habrá dado 
los mismos pasos en los mismos días. 

¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola sombra? 
¿Qué importa la palabra que me nombra 
si es indiviso y uno el anatema? 

Groussac o Borges, miro este querido mundo 
que se deforma y que se apaga 
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al olvido. 

No hay que ir muy lejos en la biografía de Borges para establecer a qué se refiere Borges en la primeras líneas. Hacia 1960, Borges había quedado completamente ciego. El poeta, sin duda, alude a esa ironía: ¿qué significa para un “lector” estar privado de la vista? Esta es la ironía, tener un mundo de libros a la mano y estar privado de la vista. Pero los dioses de Borges no lo abandonaron del toda, pues el poeta, cegado y privado de la lectura distinta, ahora citaba de memoria, de memoria, los versos de sus poemas favoritos y no solo citaba poemas sino fragmentos completos de las obras que había leído con pasión, muchos años atrás.



Sabemos igualmente que en esas últimas tres décadas Borges contó con el favor de sus “lectores” (entre ellos María Kodama y Alberto Manguel), que no solo leían sino que seguían las pistas del maestro para seguir husmeando en los textos… en esas décadas de oscuridad, Borges escribir alrededor de 10 libros, cientos de ensayos y prólogos. Le dio la noche es cierto, al quedar privado de la visión, y sin embargo lo privilegió con con esa facultad superior, la de leer en la “biblioteca de los sueños”. 

La referencias a los manuscritos de Alejandría evoca el incendio de la biblioteca fundada por Ptolomeo Psoter en el siglo XXX a. C, que privó a la humanidad de parte del saber de la antigüedad y que albergaba más de 900.000 papiros y que fue incendiada por las tropas romanas en el año 48 a. C. 



El poeta que deambula ciego por los pasillos de una biblioteca (Borges fue director de la Biblioteca de Buenos Aires), por un mundo lleno de libros que no puede leer. De allí la importancia de esa otra referencia al rey griego (Midas), al que Dionisio le otorgo el don (la maldición) de convertir en oro todo lo que tocaba, pero se moría de hambre por la misma razón. 



La quinta estrofa enumera nueve términos que lo nombran todo, que lo incluyen todo… cada una a su moda es una resumen de esa totalidad que Borges ha querido atrapar en sus historias (enciclopedias, atlas, el Oriente
y el Occidente, siglos, dinastías, símbolos, cosmos y cosmogonías) no son nueves elementos, sino, cada uno, nombres o formas del Universo y de la totalidad. 

Muchos imaginan el Paraíso como un jardín de fuentes y frutos perennes; para Borges -para los lectores- el Paraíso es una biblioteca. Pero el Paraíso está siempre más allá de nuestras posibilidades, por eso el poeta recorre con su “báculo indeciso”. 



¿Quién es ese otro al que alude Borges y que al igual que él recibió los libros y la ceguera? En sus libros Borges rindió homenaje a dos poetas ciegos, que vivieron no obstante entre libros: el primero el poeta inglés John Milton; el segundo, el poeta argentino Leopoldo Lugones. Pero al final del poema, Borges hace explícita la referencia a Paul Groussac, crítico y literato francés que hiciera carrera en Buenos Aires y que fuera igualmente director de la Bibliote y quien quedara ciego en sus últimos años. 

La referencia a Groussac le permite a Borges ratificar ese “horror sagrado”, la idea de no ser único, su tesis del otro y de que antes que nosotros alguien ha pensado, declarado, hecho las mismas cosas. Somos un yo plural y en literatura o en poesía, como dice su famosa cita de Bacon: “… that all novelty is but oblivium” (toda novedad es apenas una forma del olvido).

Una aclaración o tesis sobre la frase “es indiviso y uno el anatema”. Anatema, volviendo a la tradición griega y bíblica se refiere a lo que está apartado, a lo oscuro en el hombre, o a lo que está oculto. Somos en suma uno y muchos al mismo tiempo, plurales e indivisos. Lanzar un anatema es lanzar una sentencia de condena, una orden de excomunión o de sanción. Nuestro nombre es el anatema, lo que nos distingue, nos separa de los otros; pero, como afirma Borges… en últimas qué importa el nombre, si somos al fin y al cabo una sola sombra, ceniza vaga o, mejor, puro sueño, puro olvido, como dice el poema. 

Borges escribió otro poema de los dones, nueve años más tarde (?) en el libro El otro, el mismo. Porque estoy seguro que son más los dones y había tantos que era necesario mencionarlos. Cito el poema y solo les propongo en sus comentarios que elijan cuáles de las referencias de Borges de este segundo poema les llaman la atención en particular. 

Otro poema de los dones 

Gracias quiero dar al divino
Laberinto de los efectos y de las causas
Por la diversidad de las criaturas
Que forman este singular universo,
Por la razón, que no cesará de soñar
un plano del laberinto,
Por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises,
Por el amor, que nos deja ver a los otros
Como los ve la divinidad,
Por el firme diamante y el agua suelta,
Por el álgebra, palacio de precisos cristales,
Por las místicas monedas de Ángel Silesio,
Por Schopenhauer,
Que acaso descifró el universo,
Por el fulgor del fuego
Que ningún ser humano puede mirar sin un asombro antiguo, 
Por la caoba, el cedro y el sándalo,
Por el pan y la sal,
Por el misterio de la rosa
Que prodiga color y que no lo ve,
Por ciertas vísperas y días de 1955,
Por los duros troperos que en la llanura
Arrean los animales y el alba,
Por la mañana en Montevideo,
Por el arte de la amistad,
Por el último día de Sócrates,
Por las palabras que en un crepúsculo se dijeron
De una cruz a otra cruz,
Por aquel sueño del Islam que abarco
Mil noches y una noche,
Por aquel otro sueño del infierno,
De la torre del fuego que purifica
Y de las esferas gloriosas,
Por Swedenborg,
Que conversaba con los ángeles en las calles de Londres, 
Por los ríos secretos e inmemoriales
Que convergen en mí,
Por el idioma que, hace siglos, hablé en Nortumbria,
Por la espada y el arpa de los sajones,
Por el mar, que es un desierto resplandeciente
Y una cifra de cosas que no sabemos
Y un epitafio de los vikings,
Por la música verbal de Inglaterra, 
Por la música verbal de Alemania,
Por el oro, que relumbra en los versos,
Por el épico invierno,
Por el nombre de un libro que no he leído:
Gesta Dei per Francos,
Por Verlaine, inocente como los pájaros,
Por el prisma de cristal y la pesa de bronce,
Por las rayas del tigre,
Por las altas torres de San Francisco y de la isla de Manhattan, 
Por la mañana en Texas,
Por aquel sevillano que redactó la Epístola Moral
Y cuyo nombre, como él hubiera preferido, ignoramos,
Por Séneca y Lucano, de Córdoba,
Que antes del español escribieron
Toda la literatura española,
Por el geométrico y bizarro ajedrez,
Por la tortuga de Zenón y el mapa de Royce,
Por el olor medicinal de los eucaliptos,
Por el lenguaje, que puede simular la sabiduría,
Por el olvido, que anula o modifica el pasado,
Por la costumbre,
Que nos repite y nos confirma como un espejo,
Por la mañana, que nos depara la ilusión de un principio,
Por la noche, su tiniebla y su astronomía.
Por el valor y la felicidad de los otros,
Por la patria, sentida en los jazmines
O en una vieja espada,
Por Whitman y Francisco de Asís, que ya escribieron el poema, 
Por el hecho de que el poema es inagotable
Y se confunde con la suma de las criaturas
Y no llegará jamás al último verso
Y varía según los hombres,
Por Frances Haslam, que pidió perdón a sus hijos
Por morir tan despacio,
Por los minutos que preceden al sueño,
Por el sueño y la muerte,
Esos dos tesoros ocultos,
Por los íntimos dones que no enumero,
Por la música, misteriosa forma del tiempo.